Friday, May 16, 2008

LA ÚLTIMA FUNCIÓN




Por aquel entonces, yo devoraba novelas de Enid Blyton. A todas horas. No había demasiada diversión en el pueblo, aunque fuera verano y hubieran anunciado que el circo, como cada septiembre, estaba a punto de llegar a la ciudad.
En las novelas de Enid Blyton siempre había un grupo de chicos en bicicleta que salían de acampada durante días y días y se hartaban de pasteles de carne y cerveza de jengibre, sin que sus padres les pusieran ningún inconveniente. Sin embargo mi padre, el maestro de aquel pueblo, me tenía prohibido acercarme a la única pandilla de chavales de mi edad. La pandilla de Ángel Lozano, Barrabás.
Mi padre no acostumbraba a dar explicaciones. Él, simplemente, dictaba sentencia. En el caso de Barrabás se había dignado a añadir: “Abre bien los ojos y puede que lo comprendas”. Yo, que les seguía en secreto con ese irresistible imán que ejerce lo prohibido, era testigo clandestino de sus fechorías que no dejaban de asemejarse, desde mis abiertos ojos, a las que en mi colegio cometían algunos de los internos: fumar y beber, incordiar a los pequeños y a las niñas. Además de humillar al tío Wences, robar fruta o nadar en las albercas.
Por eso, cuando inesperadamente una tarde Barrabás se me acercó y me pidió una cerilla, no dudé ni un segundo en incorporarme a su séquito en calidad de discípulo incondicional. A poder ser sin que mi padre lo supiera. Abandoné a Enid Blyton en la mesilla sin ninguna consideración y me dediqué en cuerpo y alma a ser el que más lejos meaba o el que más fuerte eructaba. En realidad no me sentía especialmente orgulloso de tales fanfarronerías. Simplemente, ya no me encontraba solo.
El Gran Circo Romaní ya se había instalado en las Eras, y, en mi familia acudir juntos a ver la función significaba comenzar con los preparativos para el nuevo curso, las compras y las visitas de despedida. ¡El circo! Hasta entonces había esperado la tarde de circo incluso con mayor ilusión que la noche de Reyes. Palmeaba con el ritmo del gran desfile triunfal, temblaba de miedo con los leones del domador, sentía el vértigo en el estómago con las evoluciones de los trapecistas, admiraba el afán de superación de las hermanas Kessler, que, a pesar de ser ciegas, bailaban sobre grandes balones. Admiraba a la hermosísima Déborah y sus perritos pero las mejores carcajadas las guardaba para los Cuatro Enanos Payasos y la Giganta, aquella mole casi inhumana que recibía un tartazo tras otro mientras nos desternillábamos de risa.
Podría parecer fatuo de mi parte, por eso jamás me he atrevido a contarlo, ni siquiera a mi psiquiatra: Yo sé precisar exactamente el día en que dejé de ser un niño, en que se me desveló la realidad sin trampas ni artificios. Fue en la última sesión de aquel Gran Circo Romaní.
De repente, vi aquella gran carpa brillante con su ridículo tamaño, su suciedad y sus remiendos. El gran desfile de artistas era una mísera procesión de vejestorios, maquillados hasta el ridículo, de ajadas y recosidas ropas. Tan viejos o más que los desdentados leones. Las hermanas Kessler no eran ciegas, sino griegas; los trapecistas se caían a propósito, sin ninguna gracia. La hermosísima Déborah tenía las medias rotas y una tremenda expresión de cansancio y la crueldad con la que los enanos payasos trataban a la Giganta, una pobre mujer idiotizada, me causó una repugnancia extrema.
Salí corriendo sin pedir permiso a mi padre, sin poder contener las náuseas. Barrabás fumaba, apoyado en un carromato. Me vio y sonrió:
- Aquí al circo se viene a otras cosas, pijo. Si tienes huevos, te espero esta noche, a las once. Tráete 500 pelas y tabaco.

Aún me duraba el asco cuando acudí a la cita. El circo parecía dormir mientras Barrabás y yo cruzábamos entre la basura hasta el último carromato. Quizá fuera Déborah la Hermosa quien recogió el billete de 500, en cualquier caso, compré el permiso para subir a una banqueta y mirar al interior.
Bajo una luz mortecina, en lo que podía ser un catre inmundo, los Cuatro Enanos Payasos y sus enormes falos follaban con el amasijo de carne deforme que era la desnudez de la pobre Giganta.
En un sillón, babeante, mi padre miraba.
Barrabás también miraba. Me miraba a mi. Nunca he vuelto a ver tanta maldad en una mirada. “Abre los ojos” me había dicho mi padre. Ahora podía entenderlo.
Necesité muchos fracasos para comprender y perdonar a mi padre. Pero jamás, jamás, he podido volver a pisar un circo. Ya hace tiempo que dejé de creer en los Reyes y en los payasos.

3 comments:

Anonymous said...

Duro relato, prima, pero muy bien escrito... besos mil

Hastaquemecomprenlosdelgoogle said...

Im presionante.

averia said...

Primaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!!
Richaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaal!!!
Ay ellos, que los quiero mucho