Thursday, January 31, 2008

RABO DE NUBE



La semana pasada ganó el Tintero Ritman (blues), uno de mis escritores preferidos. El tema que ha propuesto para esta es "Vientos del Caribe", lo cual me ha ofrecido una oprtunidad largamente soñada: Volver a Cuba.
Es lo que tiene la imaginación de los pobres: a falta de pecunio, cerramos los ojos y...¡a volar!

Os dejo el relato que la Thinkerbell ha escrito esta vez. Los escenarios y alguno personajes son reales. Ojalá la vida me permita volver a estar con Galia Chang. Y con Olga Marta...



RABO DE NUBE




Mientras espera la llegada del camello, Galia Chang mata el tiempo contemplando cómo una luz marengo se empieza a adueñar del horizonte. A esas horas del atardecer, el Caribe se viste con un camisón de plata para echarse a dormir, pero hoy, muy a lo lejos, hay una columna gris. Va a cambiar el viento.

- No tengas pena, m´hijita –dice la voz del señor Alejo- No es un rabo de nube, ya tú ves, sólo que se nos viene encima un Gusanero

Cuando la radio avisa de que se avecina un gusanero, los habaneros se apresuran a colgar de azoteas y balcones los artilugios más inverosímiles para que ejerzan de antenas, en dirección a Florida. El paisaje urbano se llena de palos de escoba que sujetan perchas, esqueletos de paraguas enhiestos de cables o tremendas cazuelas oxidadas de cuyo centro parten mástiles. Tecnología de supervivencia para robar una noticia subversiva o el final de la telenovela de moda. Todo vale para que el gusanero, el viento que viene de Miami, consiga entrar en casa.

Galia Chang y el señor Alejo suelen encontrarse en el camello que sale a las 7 de la calle 23 de Vedado y que dos horas más tarde llega a Alamar, donde ambos viven. De compartir trayecto se conocen y, de vez en cuando, si el cansancio de Galia Chang lo permite, conversan. El señor Alejo es un viejito ,prieto alto y muy delgado, casi quijotesco, que gusta de ganarse la vida de manisero. Pasea su mercancía buscando turistas europeas a las que embelesa con su figura de postal típica y sus halagos. Vive agregado a una hermana ciega cerca de Galia Chang, en un cuartucho húmedo y sin ventilación que no hace más que agravarle el asma que padece. Puede que hoy Galia Chang comparta con él parte de los antihistamínicos que Esther le ha mandado desde Madrid con unos amigos. El paquete es enorme y Galia Chang sonríe pensando si además de los medicamentos, se habrá acordado del conjunto de lencería rojo que le prometió. Pero llega el camello, como un dragón metálico y renqueante, y ambos se introducen en sus tripas para iniciar el regreso a casa.
Hoy queda un hueco cerca de la ventanilla para ver cómo el muro del Malecón, como en cada puesta de sol, se va llenando de grupos de jóvenes y música. Es una estampa diaria que a Galia Chang no le llama la atención. Esta vez no puede apartar los ojos de la columna gris, que le atenaza el ánimo.

- Tremendo nubarrón, m´hija. Voy a contarte una historia de cuando era un finito en casa de mi abuela, allá en Pinar del Rio, pa ver si te quito esa cara de ajalolá que tienes hoy. Ocurrió que se nos venía encima un ciclón, no recuerdo el nombre, pero era del tiempo en que todos llevaban nombre de mujer, vaya a verse el sentido. La casa de la abuela Inés era, por entonces la única de ladrillo cocido, con un buen tejado de hormigón que el abuelo y mi padre le habían colocado para que durara su tiempo. Cuando el primer tornado apareció y el rabo de nube se llevó los bohíos de los alrededores, los vecinos corrieron a refugiarse a la casa de la abuela Inés, en la que ya estábamos todos nosotros, con lo largas que entonces eran la familia. Yo, con la inconsciencia de la niñez, jugaba a carreras por las habitaciones junto con mis hermanos, primos y vecinillos: ya tú ves: un ciclón dentro y otro fuera. Para nosotros era una fiesta especial. No dejaban de tocar puerta y de venir. El viento soplaba com si quisiera arrancarnos, y los truenos retumbaban en nuestros oídos. A cada uno de ellos la abuela Inés relataba.
- - Santa Bárbara bendita, acompáñanos; San Isidro labrador, acompáñanos; Santa Virgen de Regla, acompáñanos- Y yo, que miraba pa´alrededor y solo veía cabezas le solté:
- - ¡Quite ya, viejita, que ya no hay casa pa tanta gente!
El interior del camello estalló en una carcajada a la que siguió un apretado aplauso.
Galia Chang, entonces, decidió que aquella misma noche, así se la llevara el gusanero, bajaría al cuartucho del Señor Alejo y, además de los antihistamínicos, compartiría con él un vasico de ron. Por el buen rato.


Wednesday, January 23, 2008

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL SIDA



El Capitán Alatriste, que ganó el Tintero anterior, ha querido rendir homenaje a la famosa novela de García Márquez, tan de moda gracias a la película. Hace muchos años que leí el libro, me acuerdo que estaba convaleciente de una operación. De él recuerdo, especialmente, la escena en que la protagonista, una chiquilla criolla, visita el mercado acompañada de su ama. La historia de amor en cuanto tal...no demasiado.


He querido actualizar el tema propuesto. La escritura del relato me ha costado especialmente por micercanía a lo que relato. No ha sido mal ejercicio...



EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL SIDA

En sus manos, aquellas fotos. Desde que escuchó las palabras del médico pronunciando la absolución, Flor deseaba, más que cualquier otra cosa, llegar a su alcoba, rescatarlas de su escondrijo y atreverse a mirarlas.

Fermín y ella tenían dieciséis años cuando se besaron por primera vez, después de largos meses presintiéndose por los pasillos del Instituto. Aquella mañana comenzaban las vacaciones de Navidad. Se escaparon de la mano, entre una barahúnda insolente de muchachos que corrían por las calles del casco viejo, ebrios de vida y de vino barato. Fermín y ella, que entran en un fotomatón para inmortalizar su primer día juntos: cuatro fotos desteñidas en las que dos adolescentes se descubren, se miran, se ríen, se abrazan. Para siempre.
Bajo el pedestal de la estatua de un desconocido a caballo, alguien del grupo les pasó el canuto y ellos aceptaron. Aquella fue también su primera vez.
Eternamente inocentes.

Recuerda el concierto, no así quién oficiaba aquella desenfrenada liturgia de excesos. Daba lo mismo. Cualquier excusa era buena para continuar la juerga, para empalmar los días con las noches siguiendo un único rumbo: el que señalaba el descenso en picado hacia la ruina. Por aquellas fechas comenzaron los trapicheos, los tirones de bolsos a las indefensas abuelas, las entradas y salidas a comisarías, la desesperación de su madre. ¡Qué importaba! Fermín y ella siempre juntos, durmiendo dónde podían, cada día más flacos. Le amaba tanto que hubiera dado todo por él. Incluso su dosis diaria.
No consigue recordar bien los detalles de aquella foto. Fermín la envuelve entre sus brazos; quizá estuvieran sujetándose el uno al otro para no caer al suelo. A su lado Elena y Toño y, por detrás, Jaime Gonzaga. De los cinco, sólo ella sobrevive.
Eternamente jóvenes.

Le comunicaron el embarazo al mismo tiempo que la infección por V.I.H. Si la primera noticia la dejó perpleja y confusa, esperaba la segunda sin engañarse. Alguna vez Fermín y ella habían conversado sobre aquella pandemia de la que sólo se sabía que mataba. Y aceptaban su destino, cómo no, siempre que les alcanzara juntos. Incluso alguna vez habían fantaseado con emular a Romeo y Julieta e hincarse la muerte en vena antes que dejarse vencer por aquellas vergonzantes pústulas.
Un instinto antiguo, sin embargo, iba creciendo en su interior al mismo tiempo que aquella pequeña vida que, tozuda, resistía. Y por esa fuerza que emanaba de sus entrañas aceptó la ayuda de su madre, que les pagaba el alquiler, les llenaba el frigorífico y les acompañaba al médico.
Sin embargo no fue capaz de contagiar a Fermín con ese germen de esperanza. Fermín se iba. De casa, de su lado y de su vida. Ella, a veces, le seguía; por protegerle, por estar a su lado. O porque eran muchos años buscándose la vida. Pero bastaba con sentir el movimiento de su hijo, una marea en su vientre, para que recobrara las ganas de salir adelante.
Tomaron la foto el día que, por fin, se pudieron llevar a la pequeña Sara a casa. Y la imagen es una premonición : ella sonríe con su niñita en brazos. Fermín, cerca, aparece difuminado, consumido, ajeno.
Eternamente unidos.

Acababan de confirmar que la niña había neutralizado completamente los restos de VIH heredados de su madre y que, definitivamente, estaba sana. Flor apenas había empezado a desprenderse de la angustia de aquellos meses de incertidumbre cuando, una mañana, encontró a Fermín agonizando. Se tomó aquellos instantes que les quedaban para volver a mirar sus ojos adolescentes como en aquella foto, para envolverlo entre sus brazos como él hizo con ella en aquel concierto, para verter en su oído las palabras más hermosas. Cuando se fue, sintió que una paz desconocida le sembraba el corazón de sal.

Hoy el médico le ha dicho que su sangre no revela signos de la enfermedad, aunque ésta haya marcado su rostro con una máscara inconfundible.
Sara tarda en volver del Instituto y Flor se estremece de miedo, con las fotos entre sus manos.
Eternamente

Tuesday, January 08, 2008

ÚLTIMA CARTA




Antes de nada...¡Feliz 2008, gente!.
Os dejo el relatillo del Tintero de esta semana.
Tema propuesto por Angeliko: "Leer entre líneas".
Estoy con una contractura en el hombro que pa qué...
ÚLTIMA CARTA
Ahí estaba. Escondida entre la maraña de propaganda, traviesa, apareciendo entre las demás como aquellos payasos de muelle que saltan al abrir el regalo en las películas de dibujos animados. ¡Sorpresa!.
No había sorpresa. Llevaba esperando aquella carta desde que la mirada de él le susurró “yo también te amo” por detrás de la mampara de cristal de la Caja. Meses de signos cómplices, semanas de palabras disfrazadas, días de sutiles caricias al intercambiar recibos, noches esperando el alba y la hora de apertura al público del Banco donde él trabaja. Sabía que, en algún momento, él pergeñaría la mejor manera de propiciar un encuentro. Los dos libres del disimulo. Por fin.
Sus piernas, a menudo torpes e hinchadas, subieron las escaleras al ritmo galopante que marcaba su corazón. Necesitaba rasgar aquel sobre, desvelar su contenido, empaparse con sus palabras, rebozarse entera con aquel papel que sus manos habían tocado. Sonrió admirando la brillante estratagema de esconder el mensaje bajo la apariencia insignificante de otra común carta del Banco.
No perdió tiempo en quitarse el abrigo. En el mismo vestíbulo de su diminuto piso arrancó el papel y con la ansiedad percutiendo en sus sienes devoró el texto escrito en cualquier imprenta. No entendió nada. ¿De qué productos financieros hablaba?.
Tomó aire y trató de tranquilizarse. Nada mejor que acogerse a sus rutinas, a su batita de estar en casa, sus zapatillas y su poleo caliente, para recuperar la calma necesaria que le ayudara a desentrañar las claves ocultas del mensaje. Porque estaba claro que su jovencísimo cajero, audaz y prudente, había enmascarado sus palabras para que sólo ella pudiera leerlas. Desconectó el teléfono. Evitar las distracciones, concentrarse, encontrar el hilo para desenredar el misterio.
La despertaron al mismo tiempo una revelación y el relente de la madrugada. ¿Cómo es posible que no se le hubiera ocurrido antes? Había perdido toda la tarde y buena parte de la noche recosiendo palabras a partir de la primera letra de cada línea, o de la tercera a partir de punto, o las que se correspondían con fechas señaladas: su cumpleaños, su jubilación, el día en que abrió la cuenta, la primera vez que él le dijo “Qué guapa estás, Manolita”. Y había encontrado absurdos, paradojas, tonterías. Hasta que en sueños recordó la receta de la tinta invisible. ¡Cómo había sido tan estúpida! Lo había leído cientos de veces en sus novelas de amor. Zumo de limón en lugar de tinta y pasar la plancha caliente para que apareciera, como por arte de magia potagia, el codiciado mensaje. Le imaginó en los baños de la sucursal, escondido de sus compañeros y jefes, impregnando con sumo cuidado el fino pincel, escribiendo con prolija caligrafía entre las líneas de aquella fría misiva que ahora ella se sabía de memoria y dio gracias a todos los dioses por haberle regalado, a las puertas de la vejez, la pasión y el romanticismo de un hombre con tanta ternura como su jovencísimo cajero.
Pero el calor de la plancha sólo le produjo una nueva decepción y esta vez no pudo reprimir un llanto que la desbordó sin desahogarla. Luchaba contra un cansancio antiguo, hecho del cúmulo de muchas derrotas, y no encontraba báculo donde apoyar las pocas fuerzas que le quedaban para seguir buscando. Sólo la sostenía la convicción de que no podía perder la última oportunidad que la vida le deparaba. Por eso esta vez seguiría escudriñando aquel odioso papel hasta dar con la llave que abriría la puerta de su felicidad. Era de justicia.

Cuando los bomberos consiguieron entrar en su domicilio, Manolita seguía llorando, rodeada de un puzzle inconcluso de palabras recortadas de cientos de cartas de su entidad bancaria. La voz de alarma la había dado una teleoperadora argentina, preocupada porque una señora mayor no cesaba de llamar a Atención al Cliente preguntando día y noche por su amado, un jovencísimo cajero cuyo nombre desconocía.