Allí no quedaba ni un alma. Desaparecieron con la misma e imprevista celeridad con la que aquellos ¿gitanos, nómadas, errabundos? se habían presentado por sorpresa, construyendo, en un santiamén, un mísero asentamiento a sólo diez minutos del corazón financiero de la ciudad. Y no era de recibo, después del ingente esfuerzo que las autoridades locales habían dedicado para embellecer y modernizar la ciudad, que la primera visión para los viajeros que llegaban por la nueva autovía fuera aquella basura, aquella amalgama de chatarra, fogata y cartón, más propia de un documental sobre el tercer mundo que de la soberbia metrópoli que emergía ya imparable.
A Marina y a Campos les habían encargado comprobar que el campamento, efectivamente, se hallaba vacío antes de que el bulldozer entrara para arrasar las chabolas. Y ciertamente solo quedaban restos recientes de que allí, entre ese lodo pegajoso, inmisericorde con las botas del uniforme, hasta unas horas antes había vida. Un perrucho famélico les seguía. Campos, tan corpulento como sentimental, le echaba restos de su bocadillo y el animal, entre agradecido y temeroso, le observaba como a un dios generoso pero desde una prudente distancia. A Campos le alegraba el chucho, sin embargo a Marina le producía aún más desasosiego. Aunque en sus diez años de agente municipal había estado en contacto, quizá en demasiadas ocasiones, con el lado sórdido de la ciudad, nunca la desdicha de sus semejantes le había agredido con tanta saña como ahora. Calculó que le quedaba aún otra hora de turno y, al menos, dos chabolas para inspeccionar y se sintió enormemente cansada.
Fue entonces, justo cuando estaba a punto de patear el cartón mojado que hasta ayer sirvió de puerta, cuando lo oyó. Un gemido apenas audible, como de gato en celo. Pegó el oído y esta vez fue un lamento, un aullido ahogado, de dolor.
-Campos, avisa al Jefe. Aquí hay alguien.
Entraron despacio al habitáculo. Olía a excrementos, a hoguera vieja, a aguas putrefactas, a basura. A miseria.
La muchacha estaba agazapada en una esquina. Aterrorizada. Desde un agujero en la uralita entraba un rayo de luz que caía, poderoso, sobre ella e iluminaba su rostro como en aquellas ingenuas estampas de santitas que siempre acompañaban a la pobre tía Ascen. La chica, apenas catorce o quince años ( casi como mi Ana, Campos) estaba a punto de parir.
-Llama a una ambulancia y tráeme todas las mantas y las botellas de agua que tengamos en los coches. Y date prisa, por Dios.
Marina se quitó el abrigo, lo puso bajo la cabeza de la chica y se agachó a su lado despacio, con cuidado, con mucho cuidado, para que no se asustara. En sus ojos alcanzó a ver la juventud que asoma también en los de su hija y el terror de los del perro flaco que sigue a Campos.
-Voy a ayudarte, bonita, no tengas miedo. Pronto vendrán los médicos, tú tranquila, que yo te ayudo. Respira como yo, mira cómo lo hago.
La chiquilla pareció entenderla e imitó su inspirar profundo hasta que un gesto de sufrimiento y un alarido de dolor descompuso su rostro. Marina reconoció las últimas contracciones y comprendió que, por mucha prisa que se dieran las ambulancias, sería ella la encargada de traer a esa criatura al mundo. Se remangó y besó la frente sudorosa de la chica...
Campos y Marina esperan ,en Admisiones, recibir el permiso oportuno para visitar a la madre y a la hija que desde ayer descansan en la planta de Maternidad.
-Estoy deseando volver a ver a la niña- dice un impaciente Campos- ¿Sabes? He estado hablando con la parienta y, oye, que no nos importa tenerlas en casa con nosotros, de acogida o de adopción o de lo que sea. Ya que no se nos dieron hijos propios...
Marina asiente y le comprende. Desde ayer, cuando la cabecita de esa preciosa niña asomó al mundo, vive en una nube, con una sonrisa en el rostro, negándose a pensar más allá de aquel nacimiento, del abrazo y de las lágrimas de felicidad que compartió en la chabola.
Una mujer se les acerca, grave y, con una asepsia profesionalmente estudiada, les informa de que, a primera hora de la mañana, un grupo de personas, posiblemente familiares de la paciente, irrumpieron en la habitación donde madre e hija descansaban y se las llevaron consigo sin que ni el personal sanitario ni los agentes de seguridad del hospital pudieran hacer nada por impedirlo.
-Ellas se encontraban perfectamente- siguió la mujer, quizá con una pizca de compasión en la mirada- Suele pasar con este tipo de personas, ustedes no se preocupen demasiado.
Marina recuerda una fantasía en la que se recreaba durante el embarazo de su hija: que la niña naciera en alta mar, en agua de nadie. Por romanticismo, o quizá por pura pedantería ideológica, entonces también ella era muy joven. La niña que nació ayer entre sus brazos no tendrá ni patria ni bandera. Ojalá que nunca la necesite.