Sunday, September 07, 2008

LA ESTACIÓN

Otro septiembre más, criaturas.


¿Qué tal el verano? El mio tranquilo: pequeños viajes, familia y mucha tranquilidad. Y una novedad importante: Por primera vez, he conseguido desconectar de todo, todo y todo.


Bien. Pilas cargadas, que no es poco.


He seguido escribiendo. Entre viaje y viaje seguía con mis relatillos para el Tintero. Cositas ligeras como una ensalada de pasta con piña. Incluso gané el concurso de microrrelatos, con gran disgusto para unos cuantos. En fin.





En Septiembre hemos empezado con un tema apasionante: Los Fantasmas. Os dejo con mi relato (bueno, el de Thinkerbell, Cozi, que soy yo mirma)

LA ESTACIÓN




Como un espejismo que dura lo que un parpadeo, cada mañana puedo ver la estación. Sí, la veo.
Me apretujo contra el cristal del vagón y espero, expectante, que el metro abandone la estación de Bilbao y se interne en el túnel y, en seguida, un atisbo de azulejos y un cartel que anuncia algo que hace mucho tiempo dejó de venderse. Sólo eso.
Los demás viajeros de la línea 1 permanecen ajenos, enfrascados en al lectura del diario, o en sus pensamientos, o en cualquier conversación trivial. No puedo comprender cómo, en una ciudad en la que los prodigios se desterraron hace tanto tiempo, nadie excepto yo se maraville al asomarse, sólo durante el tiempo que dura un suspiro, a la estación fantasma de Chamberí.
Porque sé que, en ese lugar que es y que no es, algo me espera.
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Al principio sólo he percibido un vago reflejo en la ventanilla, después, el presentimiento ha estallado en mi nuca para despeñarse, eléctrico, a lo largo de mi médula, enervando hasta el máximo umbral, mis cinco sentidos. Lo he reconocido enseguida: es el anuncio de que algo se avecina, como ocurrió aquella vez en la que me enamoré.
Por eso hoy no me he bajado del tren en mi parada habitual. Necesito constatar si es cierto lo que más que ver, he adivinado. Y continúo, pegada a la ventanilla, haciendo y rehaciendo el trayecto de la línea 1, mientras el metro engulle estaciones, una tras otra, Alvarado, Cuatro Caminos… mi corazón galopa desbocado a medida que me acerco, Ríos Rosas, Iglesias…y late enloquecido en mi garganta y en mis oídos. El túnel me devora y, afuera, todo es más negro.
Todo se detiene. Los astros suspenden su eterna ronda; los relojes, el tiempo. Ahora puedo verlos, ahí están, son los suicidas. Inmateriales, ingrávidos, sin forma, sin voz.
Esperan y esperan en el andén, sin saber que el tren no volverá a pasar, sin saber que están muertos, sin sentir la existencia de los demás, apenas meras presencias del reino de los sueños. No recuerdan que hubo un segundo en que la desesperación, la ira o el hartazgo les lanzó contra las luces del tren que entraba veloz en la estación y continúan esperando un metro que frene a tiempo para poder seguir su camino.
En la estación fantasma de Chamberí no queda ni una rata, ni una araña. No hay signos de vida. Hasta los carteles y los anuncios son cáscaras vacías de tiempo.
Puedo ver a los suicidas. Solos. Esperando. Esperándome. Me necesitan.
Por eso he bajado a la vía y me adentro, caminando, en la oscuridad del túnel, sin hacer caso de los gritos que me advierten del peligro. He de llegar a la estación y avisarles, uno a uno, de que ningún tren volverá a pasar. Lo haré con sumo cuidado, con toda la ternura de la que sea capaz, recogeré sus lágrimas y abrazaré sus sombras.
La estación fantasma se enciende, mortecina, para iluminar mi camino hacia el andén donde los suicidas esperan.
Tras de mi una fuerte vibración del túnel y un estruendo ensordecedor me vaticinan la inminente embestida del tren.
Estoy llegando.