Wednesday, May 28, 2008

La maldita manía de leer


El tema, propuesto por el gran Angeliko, es "Manías que tengan consecuencias". Esto es todo...

- Me llamo Javier Manías y soy lector compulsivo.

(¡Hola Javier!; ¡Bienvenido Javier!; ¡Te escuchamos, Javier!)

Quisiera comenzar mi intervención reconociendo delante de todos que durante años me he reído de estas reuniones. Siempre pensé que contar tus miserias, en voz alta y delante de desconocidos, tenía que ver más con el exhibicionismo que con una necesidad de desahogo. Sin embargo, llevo una semana sentado entre vosotros y me he ido reconociendo en cada una de vuestras historias. Escucharos me ha dado fuerzas; por eso hoy empiezo de nuevo: Me llamo Javier Manías y llevo 24 horas sin leer.

(¡Bravo, Javier!, ¡Ánimo, Javier!, ¡Creemos en ti, Javier!)

Me vais a permitir, por ser esta mi primera intervención ante vosotros, que no me remonte a mi infancia, por otro lado tan similar a la vuestra: una madre que me ignoró, siempre con la nariz sepultada en noveluchas rosas, con títulos tales como “Sueños de luna llena”o aún peores; un padre cabal que murió demasiado pronto, aplastado por un baúl que se desprendió del gancho de una mudanza y que contenía, entre otras cosas, la Espasa en edición completa más los apéndices actualizados y, sobre todo, muchas horas acompañado, solamente, por los personajes de cualquier libro, o de cualquier revista, o de cualquier periódico que encontrara. Daba igual.

Confieso que me he chocado contra las farolas, enfrascado en la lectura. Recuerdo especialmente la rabia que me produjo que el SAMUR llegara en lo mejor de “Crimen y castigo, justo en el momento en que Rodión estaba a punto de descargar el hachazo en la cabeza de la anciana usurera; también la ocasión en que perdí el trabajo por escapar de los Orcos en las Minas de Moria. Debía haberme bajado del tren en Humanes y, cuando quise darme cuenta estaba en Calatayud. Algo normal, vamos.

(¡No es tan normal, Javier!, ¡Ya te vale, Javier!, ¡Un poco p´allá sí que estás, Javier!)

Pero hay algo aún peor. Hay algo que la maldita manía de leer ha arruinado por completo; algo que me ha devastado, que me ha aniquilado, que ha conseguido que me sienta una babosa pero que también ha conseguido traerme hasta aquí. Se trata de mi vida sexual.

(¡Cuéntanos, Javier!; ¡Dale, Javier!; ¡Esto se pone interesante, Javier!)

Veréis: soy incapaz de conciliar el sueño si antes no leo. Es más: en mi caso, la cama se hizo, fundamentalmente, para leer. Y eso las mujeres no terminan de entenderlo. No tiene que ver con ellas, yo las amo como si realmente estuviera enamorado de ellas, las gozo, intento hacerlas gozar, disfruto del momento del después, de la calidez del abrazo, de las pieles cansadas y húmedas, pero...pasados unos segundos de plenitud, cuando a otros la biología les ordena dormir, me vence el arrebato, me levanto y me pongo a leer.
Ninguna de mis parejas ha llegado a comprender que mi pulsión tenía poco o nada que ver con ellas. La que más he querido me abandonó en París, en el primer y único fin de semana que pasamos juntos, cuando, al no tener ninguna página que llevarme a los ojos, me levanté del lecho y me leí, entera, la caja del dentífrico, presa del pánico. Otra de ellas me echó de su lado y de su vida cuando aproveché que se había ido a prepararse al cuarto de baño para continuar con “El nombre de la Rosa”, y es que Guillermo de Baskerville había encontrado el tercer monje asesinado. Le sentó fatal porque era muy sensible y se había comprado un picardías rojo. No era para tanto

(¡Sí que era para tanto, Javier!; ¡Hay que ser gilipollas, Javier!, ¡Manda huevos, Javier!)

Por eso, compañeros, me hallo aquí, entre vosotros, como uno más: el más desgraciado, el más infeliz. Sé que entre vosotros tengo un hueco, por eso agradezco vuestro apoyo y vuestra comprensión. A partir de este momento, cada día me levantaré, me miraré en el espejo y diré:
Me llamo Javier Manías, soy lector compulsivo y ayer tampoco leí. A ver si de esta forma consigo comerme un rosco.


Thursday, May 22, 2008

PARLA´S BLUES



El tema del Tintero de esta semana era "El blues".

Esta historia está perpetrada en cinco minutos, los que faltaban para cerrar la edición, así que no esperéis mucho.


PARLA´S BLUES
Charlie acarició la guitarra antes de guardarla con mimo en su funda.
Aquella noche la guitarra se le había entregado como jamás lo habría hecho una mujer que le amase. Había conseguido arrancar de ella lamentos y quejidos, desde lo más hondo de sus entrañas, le había suplicado, había reído con la alegría de cien cascabeles, había llorado hasta la extenuación. Su guitarra. El único ser que jamás le había decepcionado.
El local, poco a poco, se había quedado vacío. La pareja había sido la última en salir; antes de ellos el borracho más borracho, aquel que siempre aplaudía.
Se despidió del barman con un leve toque en su sombrero y se colocó su sempiterna gabardina negra. Gabardina, sombrero y guitarra. Y la soledad.
Charlie cerró la puerta del club tras él. Fuera, la pareja intercambiaba confidencias, evitando el adiós. Sintió su mirada curiosa sobre la espalda mientras la luz de la farola teñía de luz amarilla una madrugada que lloraba suavemente sobre sus pasos.

- -¡Pero...¿qué hace ese capullo en medio de los aspersores?-
- -Pues el memo, como siempre. ¿No ves que es el Juancar, el de la droguería?
- - Anda que si su pobre padre levantara la cabeza y le viera con esa gabardina y ese gorro en pleno mes de julio...
- -Ya te digo, que me recuerda entero al cura del exorcista, pero con guitarra.
- ¿Y desde cuando le ha dado al tío por tocar la guitarra?
- Pues desde que se ha cansado de ir de poeta maldito, que acuérdate de cómo nos ponía el barrio, perdidito de sonetos.
- Calla, por Dios, no me lo recuerdes. ¿Y cuándo le dio por ser artista conceptual y hacer aquellas cosas de hierro?
- Por lo menos ahora ha insonorizado la droguería y ya ves, para echarnos un café y un cigarro por la noche a nosotros nos viene genial.
- ¿Pero este tío sabe tocar la guitarra?
- ¡Qué va a saber! Dice su pobre madre que como lo que hace es improvisar, pues que ni falta que le hace.
- Qué va a decir la mujer
- Lo de ser hijo único es lo que tiene.
- ¿Y dices que se hace llamar Charlie?
- Sí.
- Madre mía, cómo se le ha ido la pinza al colega.
- A ver cuánto le dura la aventura del blues.
- Pues nada, porque además, en Parla somos más de tecnorumba.
- Ala, Mari, vamos al tajo, a ver si nos limpiamos la plaza antes de que abran el cercanías.

Los chalecos de los barrenderos reflejaron la luz de las farolas de la Plaza de la Constitución. Bajo una de ellas, Charlie, su soledad, su sombrero, su gabardina negra y su guitarra, empapados por los aspersores, componían una estampa delirantemente grotesca, entre el absurdo y el catarro.




Friday, May 16, 2008

LA ÚLTIMA FUNCIÓN




Por aquel entonces, yo devoraba novelas de Enid Blyton. A todas horas. No había demasiada diversión en el pueblo, aunque fuera verano y hubieran anunciado que el circo, como cada septiembre, estaba a punto de llegar a la ciudad.
En las novelas de Enid Blyton siempre había un grupo de chicos en bicicleta que salían de acampada durante días y días y se hartaban de pasteles de carne y cerveza de jengibre, sin que sus padres les pusieran ningún inconveniente. Sin embargo mi padre, el maestro de aquel pueblo, me tenía prohibido acercarme a la única pandilla de chavales de mi edad. La pandilla de Ángel Lozano, Barrabás.
Mi padre no acostumbraba a dar explicaciones. Él, simplemente, dictaba sentencia. En el caso de Barrabás se había dignado a añadir: “Abre bien los ojos y puede que lo comprendas”. Yo, que les seguía en secreto con ese irresistible imán que ejerce lo prohibido, era testigo clandestino de sus fechorías que no dejaban de asemejarse, desde mis abiertos ojos, a las que en mi colegio cometían algunos de los internos: fumar y beber, incordiar a los pequeños y a las niñas. Además de humillar al tío Wences, robar fruta o nadar en las albercas.
Por eso, cuando inesperadamente una tarde Barrabás se me acercó y me pidió una cerilla, no dudé ni un segundo en incorporarme a su séquito en calidad de discípulo incondicional. A poder ser sin que mi padre lo supiera. Abandoné a Enid Blyton en la mesilla sin ninguna consideración y me dediqué en cuerpo y alma a ser el que más lejos meaba o el que más fuerte eructaba. En realidad no me sentía especialmente orgulloso de tales fanfarronerías. Simplemente, ya no me encontraba solo.
El Gran Circo Romaní ya se había instalado en las Eras, y, en mi familia acudir juntos a ver la función significaba comenzar con los preparativos para el nuevo curso, las compras y las visitas de despedida. ¡El circo! Hasta entonces había esperado la tarde de circo incluso con mayor ilusión que la noche de Reyes. Palmeaba con el ritmo del gran desfile triunfal, temblaba de miedo con los leones del domador, sentía el vértigo en el estómago con las evoluciones de los trapecistas, admiraba el afán de superación de las hermanas Kessler, que, a pesar de ser ciegas, bailaban sobre grandes balones. Admiraba a la hermosísima Déborah y sus perritos pero las mejores carcajadas las guardaba para los Cuatro Enanos Payasos y la Giganta, aquella mole casi inhumana que recibía un tartazo tras otro mientras nos desternillábamos de risa.
Podría parecer fatuo de mi parte, por eso jamás me he atrevido a contarlo, ni siquiera a mi psiquiatra: Yo sé precisar exactamente el día en que dejé de ser un niño, en que se me desveló la realidad sin trampas ni artificios. Fue en la última sesión de aquel Gran Circo Romaní.
De repente, vi aquella gran carpa brillante con su ridículo tamaño, su suciedad y sus remiendos. El gran desfile de artistas era una mísera procesión de vejestorios, maquillados hasta el ridículo, de ajadas y recosidas ropas. Tan viejos o más que los desdentados leones. Las hermanas Kessler no eran ciegas, sino griegas; los trapecistas se caían a propósito, sin ninguna gracia. La hermosísima Déborah tenía las medias rotas y una tremenda expresión de cansancio y la crueldad con la que los enanos payasos trataban a la Giganta, una pobre mujer idiotizada, me causó una repugnancia extrema.
Salí corriendo sin pedir permiso a mi padre, sin poder contener las náuseas. Barrabás fumaba, apoyado en un carromato. Me vio y sonrió:
- Aquí al circo se viene a otras cosas, pijo. Si tienes huevos, te espero esta noche, a las once. Tráete 500 pelas y tabaco.

Aún me duraba el asco cuando acudí a la cita. El circo parecía dormir mientras Barrabás y yo cruzábamos entre la basura hasta el último carromato. Quizá fuera Déborah la Hermosa quien recogió el billete de 500, en cualquier caso, compré el permiso para subir a una banqueta y mirar al interior.
Bajo una luz mortecina, en lo que podía ser un catre inmundo, los Cuatro Enanos Payasos y sus enormes falos follaban con el amasijo de carne deforme que era la desnudez de la pobre Giganta.
En un sillón, babeante, mi padre miraba.
Barrabás también miraba. Me miraba a mi. Nunca he vuelto a ver tanta maldad en una mirada. “Abre los ojos” me había dicho mi padre. Ahora podía entenderlo.
Necesité muchos fracasos para comprender y perdonar a mi padre. Pero jamás, jamás, he podido volver a pisar un circo. Ya hace tiempo que dejé de creer en los Reyes y en los payasos.

Sunday, May 11, 2008

DEBIÓ LLAMARSE ANA


Es Juan Gelman, premio Cervantes.
El tema del Tintero era "Si que nadie se enterara". Hemos quedado las terceras.
Os dejo con el relato, si es que queda alguien leyendo.
DEBIÓ LLAMARSE ANA
La niña apareció en un cestito, a la puerta de la casa donde vivía el matrimonio Touriño Vivián.
- Que no se entere nadie- advirtió el policía a su mujer.

Y ella prefirió no preguntar. Tomaron aquel cestillo y a la mañana siguiente buscaron otro lugar para criar a la niña, su hija, sin tener que buscar respuestas a la curiosidad de los vecinos.
Macarena Touriño creció con el amor del deseado, arropada y protegida por sus padres, ajena al enigma de su nacimiento y a los interrogantes que se asomaban a los ojos de su madre muy de vez en cuando, cuando se aproximaba una fecha, la de su cumpleaños, que sólo dos personas sabían que era un acuerdo artificial.
Macarena, en realidad, debió llamarse Ana. Así lo habían decidido sus padres, Marcelo y María Claudia, tras muchas consultas a la familia, muchas listas hechas con las risas de los amigos y toda la ilusión del mundo. Eran muy, muy jóvenes. Quizá, cuando los hombres armados entraron y se los llevaron, estaban planeando el primer viaje que harían con Ana, o imaginando cómo sería su carita, o qué rasgos de unos y otros portaría en sus genes.
Los hombres armados querían al Poeta. Pero allí no estaba. Por eso se llevaron a su hijo Marcelo, a su hija Nora y a su nuera María Claudia, con la pequeña Ana en el vientre.
Nadie vio nada. Nadie escuchó nada. Nadie se dio por enterado.
Nora fue devuelta tras recibir todo tipo de torturas. Se convirtió en un guiñapo humano, jamás consiguió superar las secuelas que el tormento le dejó en el cuerpo y en el alma.
El cadáver de Marcelo apareció poco después, dentro de un bidón, en el Rio de a Plata, con un tiro en la nuca. Tenía 20 años.
Hoy, Macarena sabe que, en el útero de María Claudia, cruzó la frontera entre Argentina y Uruguay. Mantuvieron a su madre viva en el Servicio Internacional de Defensa hasta que dio a luz en el Hospital Militar de Montevideo y después la asesinaron. Su muerte fue una simple cuestión de codicia: sin que los mandos quisieran enterarse, los esbirros y los verdugos mercadeaban con los bebés nonatos de las prisioneras. Los mismos mandos, civiles y militares, que nunca quisieron enteraron de que en su país también hubo desaparecidos. Tampoco existió la “Operación Cóndor”, ni los vuelos secretos sobre el Océano, ni las fosas comunes.
Hubo muchas personas de bien que nunca se enteraron. De nada.
La madre adoptiva de Macarena sí quiso saberlo todo, cuando tras veintitrés años de búsqueda, su abuela Berta y su abuelo, el poeta Juan Gelman, consiguieron encontrar a su nieta. Tomó la mano de su hija y ambas escucharon la verdad sobre el origen de la niña que apareció en un cestito.
Macarena Gelman, la joven que debió llamarse Ana, ha solicitado la reapertura el caso del asesinato de su madre. Para ello luchará contra una ley, la de Caducidad, que intenta perpetuar el olvido y la impunidad de los crímenes de aquella guerra sucia.
Quizá desee llevar flores a su tumba o llorar su ausencia sin que nadie se entere.