Sunday, March 16, 2008

EL ÁNGEL VENCIDO

El sábado leí que un anciano alemán, ex piloto de guerra en las costas de Francia, había confesado que él fue el piloto que abatió a St Exupéry.
Bien. Abatiría el avión, pero todos los que amamos al principito sabemos que el aviador se fue al asteroide, ya que había olvidado dibujar una correa de cuero en el bozal el cordero. ¿Y si el cordero se escapaba una noche, silenciosamente, y se comía a la flor?. Allá se fue St Exupéry, a corregir su olvido.
Ninguna persona mayor puede entenderlo, pero el universo no volvería a ser el mismo si el cordero se come la flor del principito.
Thinkerbell ha querido demostrar lo que todo el mundo sabe:

EL ÁNGEL VENCIDO

“No puedo llevar mi cuerpo. Es demasiado pesado”.

Salió del hangar, encendió un pitillo y se sentó a contemplar el cielo de verano. Desde aquella noche en el desierto, el aviador sólo hallaba sosiego contemplando las estrellas, aquellos pozos de roldanas enmohecidas que daban de beber a su único amigo. Recordó su obsesión del principio por encontrar el asteroide B 612, escudriñando el firmamento con los catalejos más potentes, interrogando a sabios y a charlatanes. Pensó que estaba volviéndose loco. Cuando se rindió, pudo aprender a escuchar la eterna armonía de los astros en su fluir continuo. Como en un río.
Él oía reír a las estrellas, como cascabeles. No estaba loco.

“No puedo llevar mi cuerpo. Es demasiado pesado”.
Los aliados avanzaban hacia la Provenza y el Alto Mando necesitaba fotografías de las defensas alemanas en la zona. El aviador se presentó voluntario para la misión, aún con la certeza de que jamás podría completaría. Era un piloto experto, uno de los mejores de aquella guerra que, lejos de heroica, le parecía, simplemente, una enfermedad. Llevaba en su cuerpo viejas cicatrices, heridas de otras guerras, de otras enfermedades igual de letales, igual de cruentas.
Aquella era la mejor mañana para volar.
El aviador, a los mandos de su Lightming P-38, sintió un nudo en su estómago mientras el aparato se elevaba en el aire. Un nudo hecho de remordimientos. Pensó en Consuelo, su frágil flor, y se sintió responsable del extremo dolor con que la marcaría: “Parecerá que me he muerto y no será verdad”. Soltó de su muñeca un brazalete de plata con su nombre grabado y lo colgó de una de las palancas. Alguien lo encontraría y se lo devolvería a Consuelo. Imaginó por un momento a un humilde pescador, atónito, desenredándolo con cuidado de sus redes repletas de pescaditos brillantes, y el nudo le pareció más liviano de soportar.

“No puedo llevar mi cuerpo. Es demasiado pesado”.
El caza alemán apareció desde abajo y se situó detrás de él. El aviador sintió lástima por Horst Rippert, el joven piloto que iba a derribarle y que llevaría sobre sí el oprobio de haber abatido a uno de los escritores que más admiraba.
Así era la guerra. Paradójica y despiadada hasta con los jóvenes héroes de la Luftwaffe.
El momento se acercaba.
El aviador quiso empaparse de la luz del sol y del azul del cielo de julio, retenerlos en su retina para siempre, antes de que llegara la oscuridad.
Comprobó que la libreta y el lápiz se hallaban en el bolsillo de su chaqueta. Tendría gracia decidirse a emprender tan largo viaje para dibujar una correa de cuero y llegar con las manos vacías. Sólo esperaba que no fuera demasiado tarde, que cada noche hubiera recordado encerrar la flor bajo el globo de vidrio y que el cordero no hubiera escapado silenciosamente para comérsela. Todo se arreglaría cuando él llegara. Con una buena correa de cuero el cordero se mantendría alejado de la flor. Entonces el firmamento podría dormir tranquilo.
Todo estaba preparado. Todo empezaba a estar bien.

Un relámpago amarillo rasgó el ala del P-38. El mismo relámpago que se clavó en el tobillo del principito la noche en que se fue para siempre.
El avión fue descendiendo lentamente hacia el mar, sin explosiones, sin quejidos, como un ángel vencido.
La caída dibujó una enorme sonrisa en el cielo azul de julio.
http://www.20minutos.es/noticia/360567/0/piloto/derribar/principito/

Thursday, March 06, 2008

LA COLECCIÓN

He estado ocupada, liada, estresada, malita...
Por eso no he escrito en El Tintero hasta esta semana.
El tema era "Encuentros y despedidas", y Thinkerbell se ha sacado esto de la pluma de ave Fénix:

LA COLECCIÓN
Cuando compruebo las fechas en los cuadernos, no puedo por menos que admirarme de lo rápido que han pasado estos años. El tiempo me engaña, se ríe de mí: anteayer mismo tenía ocho años y debía guardar la siesta, en silencio, sin moverme, mientras las horas se volvían eternas entre el sopor y las moscas; ayer comencé a trabajar en la oficina, inmóvil, callada, invisible, y así he querido permanecer hasta hoy. Mañana me jubilo y podré dedicar todo el tiempo a mi colección.
Comenzó un día por casualidad, como empiezan todas las cosas importantes de la vida. Corría buscando un lugar para refugiarme de uno de esos chaparrones traicioneros de mayo, con goterones que dolían al caer. Nunca me había permitido el lujo de entrar en la pastelería de la plaza para merendar. Siempre Madre esperando mi llegada, mirando el reloj, mirándome a mi después. Pero aquella tarde de mayo ella no me aguardaba en casa. Sólo hacía un mes que había muerto y pensé que un café caliente me quitaría el frío y una trufa bien grande la amargura.
Subí al piso de arriba, un salón coqueto con grandes ventanales que daban a la plaza. Desde aquella atalaya veía a la gente, guarecida de la lluvia bajo los soportales, esperando un sol que, de repente, volvió a reinar, enorme.
Quizá fue la sensación de bienestar que el dulce, el café y el sol me proporcionaron. Quizá fue el sentimiento de libertad recién estrenada, no recuerdo demasiado bien. Pero vi que en la plaza comenzaba algo similar a una danza: la gente salía al sol, como caracoles, se quedaban quietos bajo mi vista, en la puerta de la pastelería, miraban el reloj. Esperaban. Llegaba alguien y se saludaban, entrecruzaban sus manos, se besaban, se abrazaban...y parecía que cada uno de aquellos signos era mío y que cada uno de aquellos encuentros me iba calentando el alma.
A partir de ese día, colecciono encuentros. Me siento en un banco de la estación y miro. Me pongo frente a la estatua de la santita y miro. Me voy al aeropuerto y miro. Me apoyo en una columna del pórtico del museo y miro.
Luego corro rauda a casa y comienza el ceremonial: en la cama tumbada, con la luz apagada y los ojos cerrados. Recordando. Elijo y me pongo nombre. Por ejemplo, ayer me pedí ser la señora del abrigo azul que bajó del vuelo de Barcelona. Me llamo Julia y estoy deseando ver a mi hija Marta y a mi nieto Leo. Regreso de una consulta médica, en la mejor clínica oftalmológica del país, buscando una segunda opinión sobre mi glaucoma. Salgo por la puerta 2 y allí los veo. A los dos. Leo me reconoce y sonríe. Abrazo a mi hija y a mi nieto, los aprieto contra mi y siento el olor a colonia fresca de mi niño adorado. Soy feliz.
Es un encuentro típico de cuaderno azul, porque hay niños. Los de cuaderno rojo son de amor y desamor. Cuando era más joven los prefería, aunque a veces sentía tanto dolor que permanecía triste durante toda la semana. Recuerdo cuando volví a ver a Joaquín, después de dos años del adiós. Lloré durante toda la noche. Y me gustó. He contado veinte cuadernos rojos porque he amado mucho en esta vida, intensamente, con sus luces y sus sombras. El amor siempre es lo más importante, puedo asegurarlo.
Los negros son cuadernos que dan miedo. Una vez me encontré, a la vuelta de la esquina, con los chicos más matones de mi clase. Me pegaron y me quitaron el dinero del bocadillo. Me quedé tirada en la calle, esperando que alguien se compadeciera de una niña cojita y me recogiera del suelo. Fue atroz.
Tengo más, muchos más. Miles de encuentros perfectamente ordenados por fechas y colores.
Y muchos más que seguiré atesorando ahora que, por fin, seré dueña de mis mañanas, mis tardes y mis noches. Añadiré encuentros a mi colección, sí, quizá varios cada día.
Me dedicaré a vivir muchas vidas, todas las que desee.
Mientras me quede tiempo